Hoy en día cualquier tema puede resultar controversial en un aula de clases. Incluso en las “neutrales” ciencias duras, como la química, un asunto tan exacto como la composición de la hormona femenina conocida como estrógeno podría conducir a una agria discusión sobre sexo y género. En ciertos círculos, afirmar la conexión entre la biología, el sexo y el género puede desatar un debate sobre los supuestos prejuicios “transfóbicos” de quien se atreva a plantear la base bioquímica de la identificación sexual.
Hace algunos días tuve la oportunidad de participar en un seminario sobre la enseñanza de temas controversiales que se celebró en Washington, DC. La reunión, organizada por el Cultural Mediation and Social Affairs Project, agrupó a académicos de varias regiones: España, Latinoamérica, Canadá y Estados Unidos. Aunque el grado de “sensibilidad” sobre temas controversiales varía dependiendo de los países (por ejemplo, es un asunto mucho más recurrente en las universidades estadounidenses y canadienses que en España o Latinoamérica), todos los participantes reconocimos que es una tendencia que crece en todas partes. Las explicaciones que ofrecieron mis colegas variaron: algunos lo vieron como un síntoma de una ideología de izquierdas radical que se ha apoderado de la mayoría de las instituciones universitarias (por lo menos en Norteamérica); otros piensan que es un proceso propio de la democracia donde grupos sociales que históricamente han estado marginados quieren hacer escuchar sus voces y lograr sociedades más justas; otros – como yo – creen que los medios digitales contribuyen a la polarización y los debates con una alta carga emocional.
Superar la autocensura
En cada una de estas explicaciones hay algo de verdad. La preocupación común de todos los participantes es si la universidad podrá seguir siendo el espacio de libertad para la discusión y la investigación, incluso en países que se dicen democráticos. La respuesta no es evidente, pues incluso en las grandes instituciones educativas como Yale o Princeton ya hay indicaciones que formas de censura y de autocensura existen.
¿Qué hace la mayoría de profesores y estudiantes cuando ven las manifestaciones de la cultura de la anulación (cancel culture) y de intimidación contra quienes no se alinean con los discursos de la corrección política? Según algunos de los expertos que participaron en el seminario, la mayoría prefiere el silencio, el bajo perfil, una “neutralidad estudiada” (fue la expresión que usó uno de los investigadores). Otros, una minoría, se expresa contra la tendencia intolerante, pero paga a veces su postura con el precio de la humillación y la marginalización, y otros pocos renuncian a sus puestos de profesores.
En ese ambiente de sospecha y autocensura hay ideas que no se discuten. El reto es cómo abrir esos espacios de debate con respeto y civilidad, como lo están haciendo algunas organizaciones como el Mercatus Center que promueve laboratorios donde estudiantes de diversos sectores sociales y procedencias geográficas se reúnen para convertirse en “emprendedores de ideas”. La clave está en rescatar el valor de la libertad de expresión (según un estudio los llamados millennials piensan que la primera enmienda de la constitución de Estados Unidos que protege la libertad de expresión “va muy lejos”), incitar la curiosidad de los jóvenes, que salgan de su zona de confort, que pongan sus prejuicios a un lado, y estén dispuestos a formar parte de una conversación donde habrá diferencias y coincidencias.
La identidad en el centro del debate
Los temas asociados a las identidades son algunos de los asuntos que suscitan controversia. Algunos expertos contaron la dificultad que encuentran en plantear ciertas cuestiones de identidad en ambientes donde una forma de identificarse en lo personal puede resultar problemática. El objetivo debe ser, según uno de mis colegas, promover la necesaria actitud abierta al diálogo, fundamentada en el principio de “ama a tu prójimo”, en el reconocimiento de la vulnerabilidad de todos los seres humanos, y en aceptar el peligro que existe en “siempre tener la razón”.
La identidad es en ocasiones una excusa para exacerbar las diferencias externas entre las personas y ocultar las propias diferencias o conflictos internos. Como dijo uno de los participantes, en una sociedad en la que se rinde “culto a la subjetividad”, la verdad se reduce a “mi sentimiento”, lo que termina siendo una “tiranía de la intimidad”. ¿Cómo sacar a los estudiantes de esa burbuja de identidad? Una forma es crear una “confusión creativa” al estilo de la Backward Brain Bicycle, promover la discusión de paradojas, asumir riesgos intelectuales, buscar la verdad pero al mismo tiempo construir el vínculo social a través de prácticas que nos unen.
La ética desde lo fundamentalmente humano
Una de las expertas nos dijo que el reto que ahora está viviendo Estados Unidos (y eso sería aplicable a otros países) es cómo hacer que la gente tolere mejor la ambigüedad (lo que requiere madurez psicológica) y que le permita ver más allá de las identidades particulares lo que es fundamentalmente humano. Esto requiere, resaltó, paciencia y compasión. Y también dejar de enfocarnos en nuestro narcisismo.
Otra colega destacó una iniciativa que propone el “valiente diálogo” (courageous dialogue) sobre temas espinosos que generan polarización. Este diálogo de los valientes se fundamenta en cuatro requisitos: buena voluntad, curiosidad por investigar, búsqueda de la verdad y respeto por la dignidad del otro. Sin ese diálogo, advirtió la experta, se va erosionado la confianza, se limitan las relaciones sociales, se debilita el respeto por la dignidad humana y se pierden oportunidades para aprender.
Todo esto ocurre en una esfera pública que ha cambiado, como nos explicó un profesor especializado en el tema de los medios digitales. Más que ideológica, nos dijo, es una esfera en la que las emociones se han impuesto, reforzando los prejuicios, provocando la polarización política, en una “democracia de enjambre” en la que más que ideas y razonamientos se busca el halago incondicional o el insulto destructor.
Una profesora planteó una reflexión sobre la necesidad de conectar con los estudiantes a partir de una ética común para superar las barreras iniciales que dividen al educador de sus discípulos (percepciones basadas en la edad del docente o en su aspecto físico, por ejemplo). Ese encuentro que se produce en el aula, nos explicó, debe considerar que todos poseemos un cuerpo que nos hace al mismo tiempo potencialmente vulnerables o que nos ofrece la posibilidad del disfrute. Debe ayudar a recomponer la fragmentación de las identidades (sin olvidar que cada uno tiene una historia que contar), y debe ayudarnos a ahorrar tiempo, especialmente de discusiones áridas e inútiles para concentrarnos en lo que debemos y podemos hacer.
Un profesor de filosofía cerró el seminario con una exposición sobre la enseñanza de una identidad controvertida como lo puede ser la identidad cristiana en algunos contextos. Más que rehuir la confrontación, nos propuso entrar de lleno en ella (con todas las cualidades del respeto y la civilidad) para entender que los temas controvertidos nos incluyen a todos y nos abren la oportunidad para revisar nuestros propios argumentos y razonamientos. Y para aceptar también que a veces podríamos estar equivocados.
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